Todos podríamos ser Eichmann

La dolorosa correlación entre el mal humano y la incapacidad de juicio…

Hannah Arendt (1906-1975), sobreviviente del Holocausto, en su libro Eichmann en Jerusalén, acuñó la expresión «banalidad del mal» para defender la idea de que algunos individuos que realizan actos reprobables, los hacen porque viven dentro de un sistema en el que se permiten y se fomentan dichos actos. Estos sujetos no son creadores del mal que producen, pero sí son reproductores del mismo. Éste es el caso de Adolf Eichmann, miembro del partido Nazi que ordenó la matanza de miles de judíos durante la Segunda Guerra Mundial.

Cuando Hannah tuvo la oportunidad de cubrir el juicio contra Eichmann, llevado a cabo en Jerusalén, entendió que el mal humano no está engendrado en algunos sujetos como si se tratase de monstruos elegidos por alguna especie de entidad sobrenatural y oscura. La postura de Arendt es que el mal humano es producto de las acciones irreflexivas y heterónomas que sujetos comunes y corrientes llevan a cabo, en tanto que dejan de cuestionarse el porqué de sus acciones.

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En consecuencia, para Arendt, Eichmann no era el “demonio” que la prensa y el pueblo judío querían castigar, esto no significa que sus actos fueran correctos o que se tratara de un hombre inocente. La diferencia entre la visión enfocada en satanizar a Eichmann y la de Arendt era que, para ella, Eichmann no actuó porque estuviera dotado de una capacidad incalculable para la crueldad, sino porque se trataba de un sujeto pusilánime, sin capacidad para cuestionar a los altos mandos dentro de un sistema basado en la jerarquía y en la sumisión.

Este hombre no era un monstruo, pero sí fue un sujeto incapaz de pensar por sí mismo, un sujeto dentro de una estructura enajenante que decidió no salir de ella y obedecer hasta las últimas consecuencias.

Sin embargo, Eichmann no es un sujeto especial, es decir, la descripción de la banalidad del mal implica que cualquier sujeto podría, en circunstancias tales, suspender su propio juicio para dejar lugar al juicio de alguien más en una cadena de mando destructiva. Esto significa que no se trata de sujetos específicos con características específicas, o de una proclividad única para gestar la maldad por parte de algunos individuos, la idea seductora del punto de vista de Arendt es que la división clásica entre lo bueno y lo malo resulta superflua.

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La complejidad de realizar divisiones entre lo correcto y lo incorrecto va más allá de la separación entre sujetos con proclividad natural a la bondad y proclividad natural a la maldad, si podemos asimilar la idea poco halagadora de que cualquiera de nosotros podríamos ser Eichmann, la lógica de la dualidad simplista entre el bien y el mal resulta poco útil para explicar la ingente cantidad de ejemplos sobre los males humanos en el transcurso de nuestra historia.

Cabe preguntarnos si cada una de nuestras acciones es producto de nuestra autonomía, valdría la pena reflexionar sobre la minúscula posibilidad de que nuestras ideas no sean “tan nuestras” como suponemos, que vivimos en un sistema que promueve violencia y separacionismo, tal vez no a la manera obvia de un Hitler, aunque con los nuevos tiempos es probable que sí, pero la posibilidad de que oscilemos en un círculo vicioso de violencia parece tener una explicación más plausible cuando consideramos que no es sólo un grupo selecto de sujetos malvados los responsables del daño, la violencia y el malestar social.

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Tal vez la revisión interna de aquello en lo que creemos con absoluta certeza nos lleve al descubrimiento de que eso que defendemos o defenderíamos con nuestra propia sangre podría ser producto de una cadena de mando interminable, de un entramado que va más allá de nuestras aspiraciones o intenciones individuales y se gesta en una colectividad de sujetos incapaces de voltear la mira y cuestionar la legitimidad de “sus” decisiones.

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