De cómo mi abuela me enseñó a ser mujer de mi casa

“Enséñate a ser mujer de tu casa” es una de las frases que mi abuela me decía cuando era adolescente, y en la medida en que llegué a mis veintes esta idea se fue enfatizando cada vez más.
Esto implicaba, creía yo, aprender a cocinar, remendar agujeritos en los calcetines y ropa, limpiar, planchar y hacer manualidades, por ejemplo: bordar y tejer. Todas estas actividades las había aprendido ella desde niña, su abuela le había enseñado, le aconsejaba estar al pendiente de la ropa de sus hermanos, almidonarla y revisarla para que no le faltara algún botón. A ella tampoco le gustaba que le dijeran esto, quería ser niña más tiempo, y poderse subir a los árboles, meterse al río, jugar con sus muñecas de trapo y pasar el tiempo entre las plantas que tenían en el patio.
Ella nació en 1917 en un pequeño pueblo de Oaxaca llamado Zimatlán. Su madre murió cuando era muy pequeña y quedó al cuidado de su abuela y de su papá. Era la única mujer entre dos hermanos varones. Sería comprensible por el contexto que a mi abuela la hubieran casado apenas cumpliera los 12 años, justo como le había pasado a una de sus primas, pero su historia no fue así. Su padre la impulsó a ir a la escuela, y la llevaba a tomar todas las clases que impartían las maestras que llegaban al pueblo, así aprendió a hacer flores con migajón, a bordar, hacerse sus vestidos y a coser a máquina.
Pasaron los años y cuando se volvió una “señorita” y el día en que fueran a pedirla parecía más cercano, su padre fue valiente y la mandó a vivir con sus tías a la Ciudad de México para que pudiera seguir estudiando. “Él era moderno, tenía ideas muy adelantadas” recordaba con mucho cariño mi abuela.
Ella aprendió, estudió y se volvió secretaria. Trabajó durante gran parte de su vida en la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Tuvo varios “enamorados”, uno de ellos llamado Luis, mejor conocido como el doctor. Lo conoció cuando él estudiaba medicina. Duraron varios años de novios. Él le prohibía varias cosas: maquillarse y usar cierta ropa. Recuerdo que mientras me contaba todo esto, mi yo adolescente gritaba y la cuestionaba: “¿Por qué te dejabas?” Sin tomar en cuenta, como lo hago después de varios años, que el problema no era ella ni su actitud vulnerable o “sumisa” sino el novio inseguro y posesivo que tenía a su lado.
Un día, cuando ya estaban planeando casarse, mi abuela descubrió que Luis salía con alguien más. Una tarde los vio: una mujer se agarraba de su brazo mientras caminaban dirigiéndose a la Alameda. Ese momento fue un parteaguas para que su vida diera un giro. Lo enfrentó, cuestionó y terminó con él de manera definitiva. De nada valieron las innumerables disculpas, regalos, cartas que Luis le envió por meses, la decisión estaba tomada y nada la iba a cambiar. Nunca se lo pregunté ni se lo dije, pero me dio la impresión de que ese desliz fue la excusa perfecta para se decidiera a ser realmente dueña de su vida.
De ahí en adelante se dedicó a trabajar y viajar. Me contaba cómo por su buen desempeño laboral la premiaron con un viaje, ella decidió irse en barco a la Paz.
Por cuestiones de la vida, mi abuelo, su hermano mayor, nunca se casó, pero eso no lo eximió de tener varios hijos con diferentes mujeres. Siempre trabajando y creando, pues era carpintero y ebanista, no pasaba mucho tiempo en casa por lo que acordó con mi abuela, el que vivieran juntos. Ella era una “esposa” porque se ocupaba de un hombre; lavaba su ropa, le hacía de comer, limpiaba la casa, pero tenía la libertad e independencia de ir a trabajar, viajar y hacer sus cosas.
Mi abuelo un día llegó a casa con una niña pequeña, esta niña era mi madre, se la habían dado porque no podían cuidarla. De este modo, Susana se volvió madre, más que tía, al cuidar y educar a mi mamá. Y posteriormente se convirtió en mi abuela Susy.
A mí también me educó y enseñó mientras mi madre trabajaba. Nos alentaba, a mi hermana y a mí a seguir estudiando, a ser independientes, prevenidas, aunque también “curiosas”, como decía ella.
Al final, también aprendí de su mano a cocinar platillos oaxaqueños, a zurcir y remendar, a guardar en frascos y botecillos las semillas, los chiles secos, hojas de hierbabuena, tablillas de chocolate, etc.
“Hay que aprender a ser gente” era otra sentencia que Susy me repetía cuando tenía actitudes envidiosas, peleoneras o groseras con mi hermana. En este sentido ella era un gran ejemplo de ser gente, pues durante casi un siglo que duró su vida en la tierra, siempre se mostró empática, noble, cariñosa, vulnerable, fuerte y valiente.
Hoy puedo decir que a pesar de mis rebeldías y renegaciones sí aprendí a ser mujer de mi casa, aunque adaptándolo a mi modo. Ahora esta frase me acompaña en mi día a día, significando para mí más que una obligación impuesta o un pesar, una manera de desenvolverme en el mundo que implica tanto el fomento por el cuidado de sí, de los otros y de las cosas focaultiano, como el principio délfico: “conócete a ti misma”.
En este sentido hoy siento que mi casa soy yo, es mi hogar, son las personas que quiero, mis plantas, son mis investigaciones, mis clases; es decir mis espacios, personas, actividades en las que puedo ser yo; con las que comunico mi cariño y nostalgias a través de una segueza, un mole negro o unos tamales. Aunque también sigue siendo mi modo contestatario y obstinado.
En perspectiva pienso, gracias a ella, que hay tanto que aprender que por eso creo, también me volví maestra y estudié filosofía.
2 Comments
Preciosa historia, me llevó a reflexionar muchas cosas, entre ellas lo importante de romper paradigmas, el respeto por los demás y por uno misma.
Gracias por compartir esta historia de vida.
Un articulo muy interesante. Gracias por la ilustración. Reciba un cordial saludo.